by Camilo Ortigoza
Poco más que una guía de viajes obsequiada por mi señor padre, contadas lecturas entresacadas de la red de redes y algunas referencias de familiares y conocidos eran toda mi fuente de conocimiento en relación a Zanzíbar, pequeño archipiélago situado en frente de la costa de Tanzania que de forma absolutamente circunstancial y casual se convirtió en mi destino vacacional para agosto de 2011. Las siguientes líneas sólo pretenden ser una crónica de mis vivencias a lo largo de lo que fue un gran viaje.
La decisión de ir a Zanzíbar fue engendrada a lo largo de una maravillosa charla vespertina que tuvo lugar en el mítico Padrao a finales del pasado mes de junio. Allí nos reuníamos Uriel, Míkel, Auro, Anita, Ferlein y la mirífica señorita Murillo. La conversación derivó en el hecho de cierto de que Míkel viajaría a Zanzíbar para tomar parte en uno de sus ya habituales campos de trabajo. Tal vez debido a las cañas sabiamente servidas por Kenio, lo estimulante de la charla o la presencia de Aurora (musa de la africanidad) la conversación desembocó en un compromiso verbal por mi parte de que estudiaría seriamente el precio y las fechas de un viaje a Zanzíbar a lo largo del mes de agosto.
Lo demás es historia: compra del billete, vacunación, adquisición de medicamentos y una moderadamente larga espera que concluyó el 18 de agosto por la tarde.
Tras un viaje sin incidentes de 18 horas de duración llegué a Dar es Salaam el 19 de agosto. Mi primera toma de contacto con el África subsahariana fue muy estimulante, me encontré en una ciudad bulliciosa, ajetreada, calurosa, polvorienta. En definitiva me encontré por primera vez en mi vida con la inequívoca sensación de ser un guiri absoluto. Esta circunstancia no evitó que aquella misma noche saliera a tomar unas cervezas a la zona más exclusiva de Dar con unos mochileros alemanes y suizos con los que compartía albergue.
El sábado 20 de agosto por la mañana me encontré con Míkel en el Luther House Hostel (punto de encuentro para su campo de trabajo). Tras un cúmulo de circunstancias inesperadas, que serían muy largas de contar y que concluyeron con la cancelación del campo de trabajo de Míkel en Zanzíbar, me vino a la mente la posibilidad de dar la vuelta a la isla en bicicleta. Esta inspiración seguramente fue propiciada por el efecto de la tercera cerveza Kilimanjaro que degustábamos en una paradisíaca playa de Dar es Salaam (Kipepeo Beach). La conocida inconsciencia de Míkel y su repentina ausencia de planes dieron como resultado que se uniera con entusiasmo a tan peculiar ruta cicloturista.
A las tres de la tarde del 21 de agosto embarcamos en el ferry y en poco menos de tres horas llegamos a la maravillosa Stone Town, una ciudad de fachadas blancas, callejuelas estrechas y que deja ver la huella que dejaron en su paso persas, portugueses, ingleses y demás negociantes, maleantes y mandatarios que se beneficiaron de la situación estratégica de Zanzíbar para la trata de esclavos. La ciudad está cargada de magia, invita al visitante a perderse por sus callejuelas y a visitar sus edificios emblemáticos, algunos de ellos de singular belleza y hoy en día reconvertidos en centros para el disfrute del turista más exigente. Destacar entre estos lugares The Africa House, extraordinario por su belleza y suntuosidad y sede predilecta por los británicos durante su periodo de supremacía en el archipiélago. Míkel y yo disfrutamos en particular de su bar, conocido como el Sunset Bar, un lugar irrepetible para la contemplación de los atardeceres.
Tras resolver asuntos logísticos tan importantes como el alquiler de las bicicletas y la consigna para el equipaje, gestiones estas para las que contamos con la inestimable ayuda de nuestro amigo GTA (un nativo de Stone Town que resolvía nuestras «misiones» más complicadas con la eficacia del protagonista de un videojuego).
El lunes 22 de agosto por la mañana subimos a unas modestas pero decentes bicicletas de montaña modelo femenino y nos dirigimos hacia el interior de la isla dirección a la costa este, en particular a la localidad de Chwaca. A lo largo de los primeros kilómetros, todavía en las afueras de Stone Town, era notoria la multitud de comercios, negocios y actividad que se daba en los arrabales de la ciudad.
Tras abandonar la capital nos adentramos en una Zanzíbar rural que mostraba mucha vida a lado y lado de la carretera: tiendas, casas, colegios y niños completaban un paisaje rico en palmeras y extensiones de matorral tropical. Míkel se adaptó muy bien a su minúscula (para él) bicicleta y sobre el mediodía hicimos entrada en Chwaca.
Es muy curioso observar cómo en Zanzíbar el magnífico pavimento y la impecable carretera desaparecían abruptamente al entrar en una población, fue entrar en Chwaca y comenzar a contemplar una colección de casuchas fabricadas a base de barro y ramas coronadas con techumbres vegetales, multitud de niños ociosos correteando por las calles, hombres sentados o tumbados, mujeres atareadas con labores varias que caminaban con dificultad por las irregulares «calles» de esta o de cualquiera de las localidades por las que pasamos en Zanzíbar. Fue a través de la observación de las poblaciones como llegamos a la conclusión de que el dinero que el turismo deja en Zanzíbar no llega al ciudadano rural. Todo lo que no está directamente ligado con los resorts turísticos o con el centro histórico de Stone Town puede recibir, con toda justicia, el calificativo de paupérrimo. Ausencia casi total de agua corriente, suministro eléctrico irregular e insuficiente, escolarización poco extendida, etc. Es de justicia reconocer como aspecto positivo el hecho de que en Zanzíbar no se percibe hambre entre sus habitantes, los niños están ociosos, sucios y descalzos, pero sus caritas reflejan curiosidad, alegría y no hambre. Algo es algo.
Nuestro primer día de bicicleta habría de terminar en la localidad de Pongwe, de camino hacia este pueblo fuimos víctimas del único percance negativo de nuestro viaje. El sol abrasaba nuestras cabezas y decidimos hacer una parada en el primer lugar que nos encontráramos en el que nos sirvieran una cerveza. Estábamos antojados con bebernos una Serengueti bien fría y entramos en un resort de esos en los que desde fuera no se ve el interior. Una vez dentro, observamos que estábamos en un lugar de alto standing con clientela 100% extranjera. Salió a recibirnos el director del complejo, un tipo gordo de aspecto iraní que se decepcionó bastante cuando se enteró de que viajábamos hacia el norte en nuestras destartaladas bicicletas. Por alguna extraña razón nos habían confundido con alguien que esperaban, ese era el motivo de que estuviéramos siendo objeto de tantos honores. Pedimos nuestra cerveza y disfrutamos de un elegante bar frente a la playa. Una vez terminada nuestra bebida nos dispusimos a pagar y el camarero nos comentó que no tenía cambio y nos invitó a pagar en recepción. La recepción estaba a unos 200 metros del bar y una vez allí esperamos un rato a que alguien apareciera para cobrarnos… Como imaginarán, nuestra idiosincrasia española nos hizo tomar una decisión lógica en nuestra cultura, pero difícilmente asimilable en una sociedad musulmana. Nos piramos sin pagar, vamos, qué hicimos un simpa.
Proseguimos nuestra marcha, con un cierto malestar en nuestro fuero interno y con la sensación de que nuestra españolidad nos iba a jugar una mala pasada. Como era de suponer, unos 10 kilómetros más adelante, una furgoneta repleta de pasajeros pegó un frenazo a nuestro lado y de allí bajó como una exhalación el camarero que «no nos había querido cobrar». Como imaginarán, la situación fue violenta, no faltaron las amenazas de varios nativos que no veían con buenos ojos nuestra fechoría; por otro lado, los 8 dólares que no pagamos significaban mucho para el muchacho que los reclamaba. En resumidas cuentas, pagamos nuestra fechoría y las molestias ocasionadas por el doble de su valor inicial. ¡Lección aprendida!
El día terminó en un maravilloso resort en el que disfrutamos de una habitación estupenda con dosel, vistas a la playa y ducha de agua caliente. La ducha era tan extraordinaria que don Miguel permaneció bajo su chorro durante casi una hora de reloj. Esa noche cenamos una comida deliciosa parsimoniosamente servida (esto se repetiría en cada uno de los lugares en los que comíamos) y dormimos a pierna suelta.
El martes 23 comenzó para mí a las seis de la mañana, puse el despertador a esta hora porque intuía que sería mi única oportunidad para fotografiar un amanecer sobre el Índico. Sólo les diré que fueron veinte minutos silenciosos, solitarios, meditativos e irrepetibles.
Proseguimos nuestra marcha aquejados por el intenso dolor de culo propio de la segunda jornada en bicicleta; esta dolencia se ceba especialmente con las posaderas poco acostumbradas a estos esfuerzos. La mañana era la más calurosa y soleada de las que habíamos vivido hasta ese instante, ni una nube en el cielo, ni una sola sombra y muy pocas almas a lo largo de los primeros treinta kilómetros de recorrido. Míkel recordó una de esas expresiones habitualmente utilizadas por el maestro Del Rosal cuando exclamó: «¡No hay una puta sombra en este erial!». Afortunadamente no era difícil encontrar agua embotellada a lo largo de nuestro recorrido pero esas primeras horas supusieron bastante desgaste para nuestros cuerpos; tanto fue el desgaste que los últimos 25 kilómetros se hicieron muy largos, de hecho, Míkel fue presa del mil veces nombrado por Perico Delgado hombre del mazo.
Finalmente llegamos a Nungwi. Situada al norte de Unguja es la zona de Zanzíbar más explotada por el turismo. Es de justicia reconocer que esta explotación turística es lógica si tenemos en cuenta que esta zona de la costa ofrece al visitante aguas cristalinas de color azul piscina, altas palmeras, arena blanca, chiringuitos, alojamientos que en su mayoría no atentan contra la estética del entorno, atardeceres sublimes, anocheceres vertiginosos rebosantes de estrellas y lugareños simpáticos —y al parecer muy atractivos— si atendemos a la cantidad de mujeres maduras (y no tan maduras) europeas que se paseaban ufanas con sus acompañantes, generalmente ataviados con vestimentas propias de los masais.
Las noches del miércoles 24 y el jueves 25 las pasamos en Nungwi. Tras una búsqueda no demasiado larga y nada exigente encontramos un alojamiento que contaba con ducha de agua fría y dos catres con mosquitera. Se convirtió en nuestro hogar durante este periodo. Los días en este paraíso transcurrieron perezosos entre paseos por la playa, cervezas aquí y allí, charlas con distintos personajes, baños, pachangas de fútbol en la playa con lugareños y algún otro turista, más cervezas, atardeceres y anocheceres. Una de estas noches en las que el señor Barra se retiró a una hora comedida con los ojos inyectados en sangre, me quedé con Thomas, un suizo que conocí en mi lupanar de Dar es Salaam y que casualmente coincidió con nosotros en la habitación contigua en Nungwi, tomando unas cervezas. Charlábamos animadamente cuando fuimos abordados por dos señoritas nativas que aseguraban que acababan de salir de trabajar y que «desinteresadamente» nos ofrecían un masaje… En fin, aun en un lugar tan musulmán como Zanzíbar y en pleno ramadán la prostitución termina haciendo acto de presencia. Era un bar de lo más normal atestado de turistas y las chicas no tenían, en principio, aspecto de trabajadoras del sexo. Otra de las cosas que no faltaban en Nungwi y en Stone Town eran drogas. «Something special for tonight sir?», solían ofrecernos los dicharacheros camellos.
El jueves 25 por la mañana teníamos que volver a subir en nuestras máquinas; tras dos días de descanso cogimos las bicicletas con energías renovadas, el destino era Stone Town y el recorrido que nos aguardaba era de 65 kilómetros. Era la más larga de las etapas que haríamos y esperábamos este día con cierto respeto. A lo largo de la jornada atravesamos la que, a mi modo de ver, es la zona más bella de la isla de Unguja, al menos en lo referente al paisaje y al entorno natural. La zona norte de Zanzíbar es un área de exuberante vegetación tropical, espesos bosques y está habitada por gente alegre y amable que saludaban entusiastas a nuestro paso. «Jambo» (Hola en swahili) fue el sonido más escuchado a lo largo del viaje.
Contrariamente a lo que sugerían nuestros temerosos presagios, el viaje de vuelta a Stone Town resultó relativamente cómodo y finalmente tras darnos un merecido homenaje en forma de refresco frío en una de las numerosas tiendas que bordeaban la carretera, llegamos a la capital de Zanzíbar sobre las tres de la tarde. Era el momento de entregar las bicicletas, cambiar la fecha del vuelo de vuelta de Míkel en la compañía aérea (misión esta última para la que volvió a ser vital la inesperada y casual aparición de GTA), volver al hotel, recuperar nuestro equipaje, comprar el billete de vuelta a Dar es Salaam en el ferry y finalmente comer. Era ramadán y no era fácil encontrar un sitio para comer, especialmente pasadas las cinco de la tarde, por fortuna encontramos un restaurante vegetariano no musulmán en el que nos atendieron con amabilidad y nos deleitaron con una comida exquisita.
Tras una ducha reparadora y el imprescindible cambio de vestuario nos preparamos para pasar nuestra última noche en Stone Town, noche que aprovechamos para revisitar nuestros garitos favoritos y callejear por sus estrechas calles. En uno de estos paseos conocimos a Darío, un médico cubano, negro, alto y fuerte como un guerrero masai que nos abordó en perfecto castellano con extrema simpatía y nos guió hacia un pequeño restaurante local en el que disfrutamos de una deliciosa, abundante y baratísima cena a base de pollo asado y patatas fritas. Darío nos contó que llevaba cinco meses en Stone Town y que hacía parte de un programa de colaboración entre el gobierno cubano y el gobierno de Zanzíbar para la capacitación y educación del personal sanitario del hospital general de Stone Town. Nos dijo que el nivel de la medicina era bajísimo, que no se respetaban las mínimas medidas higiénicas, que para cualquier caso, fuera el que fuera, se prescribían tratamientos contra la malaria y que el SIDA era una de las máximas amenazas de la población: nos habló de que un 40% de los habitantes estaban afectados por la enfermedad. «No se les ocurra enfermarse aquí», nos aconsejó. La noche concluyó en el Mercury bar donde compartimos una última Kilimanjaro con Darío. Gran última noche en Stone Town.
El viernes 26 por la mañana lo dedicamos a fotografiar Stone Town, a hacer algunas compras, darnos un homenaje en un restaurante regentado por un americano septuagenario y peculiar, que aseguraba que en tiempos de Franco entró en España procedente de Marruecos con varios gramos de hachís mezclados con sus calcetines sucios sin ser consciente de que los llevaba. Se descojonaba mientras admitía que si le hubieran pillado habría pasado unos buenos años en alguna cárcel española; eso sí, se lo fumó con mucho gusto cuando encontró la inesperada carga en su Nueva York natal.
Cerca de las tres de la tarde nos subimos al ferry y llegamos a Dar es Salaam en escasas dos horas y media. Había sido una semana muy intensa, plena de experiencias y el círculo se tenía que cerrar allí donde empezó, en el Luther House Hostel. Aquella tarde nos apetecía salir a tomar algo y entramos en el bar Florida situado en las proximidades del puerto. El Florida era «el típico bar al que vas después de currar», comentó Míkel. Llegamos allí con la intención de tomar unas cervezas y tal vez ver la final de la Supercopa de Europa entre el Oporto y el Barça. Finalmente no vimos el partido pero terminamos cenando y hasta tomándonos un doble de whisky.
El sábado 27 de agosto era la fecha señalada en el calendario como final de nuestro viaje y teníamos que partir, la sensación general era muy positiva y teníamos la certeza de haber vivido una experiencia extraordinaria. Personalmente disfruté muy intensamente de cada uno de los momentos del viaje y de alguna manera, y sin haberlo buscado, resultó ser exactamente lo que mi estado anímico necesitaba. Venía de unos meses bastante frustrantes en lo laboral que me habían llevado a una dinámica de preocupación y estrés desmedida por cuestiones que realmente no merecían tanta atención. Fue muy instructivo observar de cerca y al ritmo de una bicicleta la vida de unas personas cuyas preocupaciones seguro que son mucho más vitales que las mías y que no por ello dejan de ofrecerte ese sabio consejo y filosofía de vida que tantas veces escuchamos a lo largo del viaje. «Pole pole, hakuna matata» o lo que es lo mismo: «Despacio, despacio, no te preocupes».
La gentuza opina