Bolonia y Verona
Bueno, la falta de tiempo me impide ser más detallista en la explicación del viaje que mi querida Mentxu y un servidor hicimos por Bolonia y Verona hace unos días.
Ciudades pequeñas, con ese punto íntimo y cercano que te obliga a sentirlas de una manera casi fraternal. El hecho de saber que puedes abarcar una ciudad suele dar esa tranquilidad que permite disfrutarla de verdad.
Bolonia tiene concentrado en su parte central la parte más reconocible por todos: las magníficas torres Asinelli y Garisenda, el ayuntamiento, la basilica de san Petronio, los palacios (Podestá y Enzo son espectaculares), la magnífica Plaza Maggiore que enlaza con la de Neptuno y uno de los «sette segretti» de la ciudad… y esas callecitas propias de los casos cantiguos (ojo, por cierto, Bolonia tiene un casco antiguo de los más considerados, grandes y bien conservados del mundo; ahí es nada).
Como digo, una maravilla de ciudad. En caso de valentía extrema se debe disfrutar también de la subida a la basílica de San Luca. Además, nada de coger el trenecito (no el gayer, Ortigoza, no piense mal); hay que subir a pie por los 666 arcos que conducen a la cima y disfrutar de un enclave fundamental (y en algunos casos desconocido).
Bolonia es conocida por el atentado terrorista que los neofascistas Valerio Fioravanti y Francesca Mambro cometieron el 2 de agosto de 1980 en la estación de ferrocarril (la más importante del norte de Italia). En el atentado murieron 85 personas y unas 200 resultaron heridas. Allí, por cierto, se puede disfrutar de otro de los «segretti». Bolonia ha sido y es una de las ciudades clave en el movimiento obrero y alternativo italiano y europeo. Ha sido lugar de congresos y agitación obrera. Hablando de «segretti»… hay uno espectacular: un canal en medio de la ciudad, bastante escondido; no es nada fácil encontrarlo, se lo aseguro.
Pero a día de hoy, para los profanos en política, Bolonia es sobre todo reconocida por su espectacular pasta y especialmente en los tagliatelle y los tortellini. Y por sus «aperitivos», sí, exacto: uno llega a un bar por la tarde y ìde una cerveza. Se sorprende cuando ve que le cobran 5€ por ella (se sorprende y se caga en todo), pero cuando ves que te puedes hinchar a comer en el bufé que tienen dentro (y que está incluido, obviamente), la cifra te parece aceptable.
Verona, por su parte, a unos 100 kilómetros de Bolonia, tiene el encanto de un centro histórico atractivo y a pocos metros, el Castello Scaligero del siglo XIV, la casa de Julieta, y el anfiteatro romano del siglo II. Se pueden imaginar lo que es el balcón de Julieta y las placitas adyacentes. Verdaderamente, más allá de las moñadas típicas, un lugar extraordinario.
La plaza delle Erbe (antiguo foro romano) es una preciosidad digna de ser visitada y disfrutada en todo su esplendor y toda su extensión. Lo mismo la plaza Brá y el puente de piedra que comunica el centro con la parte más alejada, en la propia colina y que está separada por el río Adigio. Un buen lugar, si señor.
Ya saben, Italia siempre es un triunfo y con los precios de ciertos billetes, es inexplicable no escaparse un fin de semana largo a disfrutar de esta región. No lo lamentarán.
Bolonia para cerrar el verano
Bueno, pues último viaje del verano. Sí, eso que se acaba el día 21.
La jefa y un servidor nos vamos a Bolonia. A ver qué tal… Tiene pinta de que no será el último viaje por estos parajes, porque los precios de Ryanair son de coña. Él tiene uno ya pillado para ir a la zona por 24€ (aterrizará en Ancona, creo). En fin, Italia siempre llama la atención.
La idea será, en nuestro caso, además de disfrutar de la «ciudad roja», ir a Verona y quizás alguna cosa más. Todo es cuestión de tiempo y organización.
A la vuelta hablamos.
Estocolmo, capital de Escandinavia
Ha sido una semana fantástica. Estocolmo es una ciudad maravillosa. Ese es el resumen.
8 días (7 noches) dan para mucho. No tocas a día por isla (primer punto que hace diferente a esta ciudad): 14 ínsulas forman este archipiélago estocolmense con encantos diversos y sensaciones concentradas.
Para un español allí hay varias cosas que chocan nada más llegar: la ciudad es muy cara (toquemos una medida común como la cerveza: una pinta de rubia ronda las 70 coronas, esto es, casi 8€; o el alojamiento: estuvimos en el albergue más asequible de la zona (de hecho en el barrio de Södermalm, el «barato» más cercano al centro, y nos costó 30€ por barba una habitación con dos literas (sí, Mentxu y un servidor dormimos como si fuéramos mochileros del camino de Santiago))).
Otra cosa que choca y cito a Mentxu es que: «son mucho más guapos y guapas que los españoles». Doy fe. La pléyade de ninfas, de náyades o de valquirias era inacabable. Mujeres altas, rubias, guapas, ojos azules. Y por ende, caballeros (en ellos me fijé menos) de índole semejante. Volviendo a parafrasear a Mentxu —que a su vez parecía estar citando a Goebbels—: «es una raza superior». En fin, más allá de las exageraciones bien entendidas, el pueblo sueco llama la atención también por esto.
El centro de Estocolmo —el barrio viejo— es lo que se conoce como Gamla Stan. Es relativamente pequeño, pero tiene un punto acogedor muy especial. Västerlånggatan y Österlånggatan son las calles principales. Cruzan prácticamente toda la islita hasta tocar con Centrum o City (otra isla). En Gamla Stan sobre todo es reconocido su palacio real (a mí no me apasionó), la catedral anexa, la estatua de San Jorge con el dragón y la preciosa placita central con casitas de colores llamada Stortorget, donde además se puede visitar el Museo Nobel. Como se puede imaginar todo el mundo, por allí pasamos un montón de veces. Incluso cuando nos movíamos en metro (también carísimo; al contratar la Stockholm Card que permite durante unos días ver todos los museos y lugares de interés incluye el transporte, lo que se agradece para moverse sin problemas) veíamos el comienzo del barrio y es que esa parte transcurría por la superficie.
Muy cerquita, una visita impresindible es el ayuntamiento. El Stadshuset es el lugar donde se celebra anualmente la cena de gala (salón azul) de los premiados en los Nobel. Es un edificio impresionante con unas vistas estupendas de la ciudad.
A Mentxu le encantó Östermalm, la isla al noreste de Gamla Stan. Zona compuesta mayoritariamente por gente de clase alta, es la parte más «exclusiva» (lamentable palabra en este contexto) de Estocolmo. Llegué a ver que vendían un Ferrari por 2,5 millones de coronas suecas (echen cuentas). Tiene zonas de largos paseos entre árboles y ciertamente las casas son llamativas, un punto de Viena (pequeño, eso sí) sí que tiene. Y un descubrimiento: el mercado de Saluhallen. A mí se me caía la baba cuando veía esos salmones, esos mariscos, esos pescados… no se lo pierdan.
Personalmente, además del ya citado barrio viejo, Djurgården es la parte que más me gusta. Isla al este completamente de Gamla Stan, destaca por su enorme superficie verde. Casi 300 hectáreas en las que hay un gigantesco museo al aire libre con un zoo ingente y muchas colecciones de casas y cultura sueca en general. Imprescindible. Skansen, que así se llama esa parte, es tan enorme que ni en un par de días se apreciarían todos los detalles de que está compuesto. Y ojito al brutal Museo-Aquarium que tiene dentro: disfruté como un enano entre serpientes, tarántulas, anguilas, tiburones, cocodrilos, osos… de todo. Vimos a un reno que se parecía al Mati, a unos zorros rojos, lobos grises… de todo.
Además del brutal Skansen, probablemente, lo más curioso de la Suecia de los últimos años es esa exposición que tienen sobre el Vasa. Fue un navío de guerra sueco construido por órdenes del rey Gustavo II Adolfo de Suecia, de la casa de Vasa entre 1626 y 1628. El Vasa naufragó en su viaje inaugural en 1628 en el puerto de Estocolmo. El barco fue rescatado el 24 de abril de 1961 y se encuentra expuesto en el espectacular Vasamuseet. El buque estaba armado de 64 cañones colocados en tres puentes: el superior, batería alta y batería baja. El Vasa desplazaba más de 1.300 toneladas. La superficie velera era de 1.150 m². Todas las piezas eran de bronce y un peso total de unas 80 toneladas. Se calcula la dotación del Vasa en ciento treinta marineros y trescientos soldados.
El Míkel ya me había hablado de él, pero hay que verlo para creerlo. Completamente restaurado, es un lugar para pasar una buena mañana. Cientos de detalles conforman un barco que es imposible que no llame la atención del visitante. Tremendo.
Otro punto interesante de esta isla podría ser el Nordiska Museet, museo dedicado a la historia del pueblo sueco y su cultura desde finales de la Edad media hasta el tiempo contemporáneo. Las exposiciones presentan distintos aspectos de la vida en Suecia según los tiempos, y en los distintos estratos sociales. No muy lejos de allí, el Waldermasudde o palacio del príncipe Eugenio. En fín, para mí, lo mejor el paseo hasta allí y las vistas del mar y de la isla de enfrente. Porque esa es otra: en Estocolmo siempre estás viendo mar y otras islas.
El hostalillo (no estaba mal, las cosas como son) se llamaba Zinkesdamm y cumplía perfectamente con la higiene básica, pero está claro que no es el Palace. Estaba, como decía antes, en Södermalm. En el barrio hay montones de tiendas singulares, interesantes o modernas que ofrecen moda, diseño, decoración, clásicos y curiosidades. Por lo general, la oferta de Söder es más a la moda, joven y más bohemia que en la City. La calle Gotgatan es una maravilla para pasear y disfrutar de un ambiente agradable de personas heterogéneas.
Otro punto a visitar: El palacio de Drottningholm. Uno de los palacios reales de Suecia, residencia de la familia real. Forma parte del Patrimonio de la Humanidad de acuerdo a la Unesco. Está en la isla de Lovon, algo alejado del centro y se puede ir en transporte público combinando metro y bus o en un barco. No es, por tanto, tan accesible como otros lugares, pero es de obligada visita. Tiene un aire exagerado al palacio de Versailles. Ese mismo tipo de construcción, esos ingentes jardines a sus espaldas y un aura principesco que lo rodea.
Y un detalle adorable: uno de los teatros del siglo XVIII mejor conservados de Europa. Una atracción única con sus decorados originales, maquinaria teatral de 200 años de edad y decoración interior prácticamente intacta por el paso del tiempo.
Si además, uno va varios días, como fue nuestro caso, debería intentar acercarse a Uppsala. A menos de 100 kilómetros de Estocolmo, se puede visitar la ciudad con la universidad más antigua de Suecia, con unas impresionantes piedras rúnicas —muy apreciadas por la zona—, una enorme catedral, un castillo particular (de color rosa) y un jardín botánico perfecto para perderse unas horas entre vegetaciones y sombras. Porque sí, Estocolmo es un lugar que en verano da días de verdadero calor. Bastante calor.
Y también lugares para comer, claro está: ojo al dato: un brunchbuffé en un lugar llamado String, para los fines de semana, por 8€ (baratísimo) en que te pones como un cerdo de buena comida (y como no es lo más turístico, casi todo el que va es sueco). Además, un vegetariano que Mentxu quería probar a toca costa: Herman´s, también barato (100 coronas por un buffé) en que disfrutas de unas vistas espectaculares y donde como te encante el hummus puedes acabar incendiándote la ropa interior (más brutal que la fabada). Y la noche que se nos fue la pinza fuimos a Kryp In. Situado en una calle paralela a la plaza principal, cenamos por el módico precio de 100€ (de locos) un entrante para ambos, un plato para cada uno (atún para ella y roast beef para él) y un postre también compartido. Buenísimo, como no podía ser de otra manera, pero el precio es exagerado.
Aprovechamos la última mañana por Estocolmo para pasear durante varias horas seguidas y hacer una especie de resumen mental del lugar que dejábamos atrás. La curiosidad fue incluso que nos cruzamos con Zlatan Ibrahimovic. Vamos, hasta el punto de que nos miró. El tío entraba en su hotel. Qué cosas.
Poco más. De verdad, les recomiendo Estocolmo. Hay un punto de desconocimiento acerca de esta ciudad y debiera ser subsanado. Si disponen de un fin de semana largo, no lo duden. No se arrepentirán.
Una semana por Suecia
Bueno, pues vacaciones. De las de verdad. No de esas en que te vas, pero te llevas trabajo y/o inquietudes a cuestas. Eso se queda en casa.
Hace unas semanas hicimos una primera escapada por tierras bordelesas. La Francia de las viñas por antonomasia. Con Saint Emilion, precioso pueblecito paradigma de la dedicación a la creación de buen vino, la Tour de Montaigne y Bordeaux disfrutamos de unos días de asueto.
Tras unas semanas de arduo trabajo, es el momento de irse de verdad. Uno de esos viajes en que uno lo da todo (Ortigoza dixit). Decidimos visitar una zona escandinava de la que tantas veces nos han hablado maravillas: Estocolmo. Una semana. dará tiempo, claro está, a visitar toda la ciudad y escaparnos a Uppsala y algún que otro lugar también cercano.
Estocolmo fue fundada en la pequeña isla de Stadsholmen, lugar hoy conocido como Gamla Stan (ciudad vieja), situada exactamente entre el lago Mälaren y el mar Báltico. Limita al norte con Norrmalm y Östermalm, y al sur con Södermalm. En total, se sitúa sobre 14 islas, siendo el agua un elemento omnipresente. La ciudad cuenta con 57 puentes que permiten circular entre los diferentes barrios. Por eso es llamada también la Venecia del Norte. Uno de estos puentes une la ciudad con Lidingö, en el estrecho de Lilla Värtan (Puente de Lidingö).
Se pueden imaginar: visitar una ciudad maravillosa, conocer las costumbres del lugar, desconectar (importantísimo) del día a día, alejarnos un poco del calor madrileño y en definitiva disfrutar.
A la vuelta ya les contaremos.
Albacete, caga y vete
Solo corroborar en este humilde lupanar que el dicho es cierto. Albacete, caga y vete.
Ayer tuve el honor de descubrir por primera vez la noble villa de Albacete. Fue de forma harto casual. Hubo que llevar al serdo a hacer un examen al erial más grande de España (con permiso de Los Monegros). Aquí un servidor hizo de taxista y fue el miércoles a buscarle al aeropuerto para que el comité de bienvenida le agasajara con unos típicos insultos sanseros en el Loyber. El jueves, lo dicho, fuimos a uno de esos recónditos lugares perdidos de España a hacer un examencillo (parece ser que el serdo lo hizo bien y no debería de tener problemas en aprobar… y tener que volver a hacer el tercero en unas fechas).
Hacias las 17:00 estábamos tomando unas cervezas-coca colas en la misma calle del examen (C/Zapateros…) y pudimos corroborar que Albacete es un pueblecito (ojo, aquí dice que de 170.000 habitantes). La gente se conocía, todos se saludaban, vimos al mismo policía con su motito haciendo la ronda, a un par de negros que subían y bajaban la calle… en fin, todo muy cercano.
Según se acercaba la hora del examen, el serdo pudo ir analizando a sus rivales en la prueba: basura en su gran mayoría (serdo dixit).
El tipo salió del recinto preparado al efecto a las 20:03. A las 20:05 estábamos en el coche rumbo a la civilización. Volvimos a cruzar el desierto manchego, hicimos parada y cena cerdil en Villarejo de Salvanés. Pequeña localidad en la que degustamos unos platos combinados (obviamente, lejos del nivel de los padraenses, pero aceptables, junto a unas croquetas). Finalmente vuelta a casa para levantarnos otra vez a las 6 de la mañana y dejar al serdo en su avioncito para que ahora mismo esté haciendo otro examen. La verdad es que el tío, se debe afirmar, se está dejando los huevos. Esperemos que sea para bien.
En fin, todo esto concluye recalcando que si alguna vez tienen ganas de echar de menos su ciudad habitual… vayan a Albacete, verán lo que es querer escapar.
Sin más, me preparo para otro viaje: Burdeos. Días de desconexión en la tierra del vino (¡Viva el vino!). Habrá que disfrutar.
Hasta arriba
Están siendo jornadas de un día a día frenético. Curso matutino (loa inacabable a esa gente que forma Cálamo y Cran) de corrección (la formación y el reciclaje son necesarios para no bajar la guardia), varias horas de transporte público aprovechados para oportetear, tarde garitera y noche para seguir oporteteando. Vamos, ni un minuto libre. Pero se confirma eso de que sarna con gusto…
Por lo demás, la cosa va bien, no nos podemos quejar. La web está en camino de ser cambiada in brevis (loa para el fotógrafo Espáriz), estoy con varios proyectos a la vez (no hay nada como la organización: ayer domingo más de 10 horas de curro) y hay pendientes varios asuntos jugosos. Por ahí todo bien.
Además, el viernes, previo paso por el Padrao, nos vamos al sur de la Gran Bretaña a conocer Bristol, Plymouth, Bath, Cornualles, etc. Viaje con los colegas, o sea que la cosa no puede sonar mejor.
Si a todo esto se le añade una mudanza por pasos que estoy haciendo con la señorita Mentxu, el tiempo libre se reduce a la mínima expresión. Hasta el punto de que me está costando de verdad encontrar tiempo para correr. Hay que seguir con el deporte, ya se sabe.
En fin, digamos que hasta arriba, pero contento de verdad. Viendo ahora la decadencia laboral general, las situaciones particulares de allegados como Ortigoza, un grande encerrado en un averno rebosante de mezquindad, y mierdas por el estilo, debo sentirme un afortunado.
Desde aquí animarnos a todos, a los que quieren cambiar su situación y a los que quieren conservar la que tienen. Nos lo merecemos, coño. La generación más y mejor preparada y la que más problemas tiene. Inconcebible.
Una promesa llamada deseo
Allá por noviembre de 2009 un grupo de amigos decidieron emprender una aventura, cuanto menos, singular: visitar cincuenta pubs irlandeses, teniendo que estar todos ellos localizados en suelo madrileño. Cuando decidieron dar comienzo a la empresa, ni siquiera sabían si había tantos pubs como para finalizarla, pero aún así continuaron con la aventura. Evidentemente, el tiempo demostró que los había y la ficción se tornó en realidad. La endeble masa quimérica, símbolo de la preñez espiritual de nuestros lóbregos días, dio paso a una epopeya terrenal que tuvo su propio cuaderno de bitácora: Bebedores Magazine, sinécdoque identitaria de los ilustres cofrades que superaron escollos, trápalas y tabardillos hasta llegar al corazón de la isla verde, epílogo y meta de un año tan especial como intenso.
Por ello, nada más visitar el quincuagésimo pub, el último, el que ponía el broche de oro, la camarilla, de ahora ya experimentados beodos, puso rumbo a la isla esmeralda para darse el baño de «irlandidad» que tanto habían esperado y que tantos esfuerzos y desvelos les había costado.
Las líneas que a continuación podrán leer constituyen, pues, la fiel narración de los hechos acaecidos durante las 48 horas que el grupo tuvo la suerte de permanecer en suelo dublinés. Leerán sobre risas, cervezas, whiskys, amigos, los pubs con más historia de Dublín y más risas. Leerán, en definitiva, sobre el «business trip» más cachondo que las calenturientas mentes de la banda de Bebedores jamás pudieran haber pergeñado. Disfruten con las crónicas y, por supuesto, muéranse de envidia.
Localizado en la parte alta de Camden Street, a escasos cinco minutos del hostal, The Bleeding Horse es uno de los pubs más veteranos de Dublín. Su apertura data de 1649 y a lo largo de los años ha cambiado de aspecto y de nombre en diferentes ocasiones. La actual denominación se debe al uso que allá por la edad media, cuando los invasores ingleses dominaban la isla con mano firme y despiadada, se daba al edificio en que hoy se encuentra el pub. Concretamente, como si de un sanatorio se tratara, en aquel lugar se procedía a realizar sangrías a los caballos aquejados de cierto tipo de enfermedades, con la vana esperanza de que no murieran. A día de hoy, lo más parecido a una sangría que se realiza en este edificio, es la que puede tener lugar si el gaznate se alegra en demasía ante la magnificencia de las pintas o de la comida. Y es que con cualquiera de las dos cosas el visitante tiene asegurado el deleite y la mesura es, entonces, una virtud muchas veces inalcanzable.
Es este pub el único en el que los bebedores se tomaron la licencia de consumir dos pintas, aunque ha de añadirse, a modo de excusa, que la razón para la auto-anuencia fue la cantidad exagerada de comida que el grupo pidió, y que no era más que el resultado de la casi famélica situación en que llegaron a la capital irlandesa —nótese que estos que les escriben llevaban desde primerísimas horas de la mañana sin probar bocado alguno—, y que hizo que el tiempo empleado en este pub fuera mayor que el que más tarde se dedicó a otros.
La cara de inmensa felicidad con que la banda de Bebedores Magazine abandonó el local, y de la cual podrían dar fe las tres ancianas —y titánicas— bebedoras que se sentaron en la mesa de al lado, fue la mejor muestra de que el viaje ya había comenzado y de que lo había hecho de una manera espectacular, inmejorable.
Una vez fuera de The Bleeding Horse, la noche había empezado a cubrir con su negro manto las mismas calles de Dublín por las que el grupo avanzaba inexorable hacia su próximo destino, el muy mítico Dohenny & Nesbitt. Tras rodear St. Stephens Green —uno de los parques con que cuenta el centro de la ciudad— y aguantando la que casi fue la única lluvia que tuvimos que sufrir, el grupo llegó a su destino. Sin hacer foto de la fachada —ya habría momento a la salida, cuando el agua hubiese cesado o, al menos, remitido en su intensidad— los bebedores nos metimos corriendo en busca del calor irlandés. Por supuesto, huelga decir que fue encontrado y, como en todos los pubs a los que posteriormente fuimos, en cantidades ingentes.
Es un pub muy clásico. La decoración es abundante y sobria. No faltan los cuadros y espejos en que se anuncian los diferentes licores y tabacos —muchos de ellos ya desaparecidos— y la madera está presente hasta en los techos, en los que, además, hay talladas figuras geométricas que resaltan la presencia de este material. El local tiene varias estancias, entre la que destaca una de grandes dimensiones —sobre todo en altura— y ornamentada con todo tipo de simbología relacionada con el rugby: camisetas, trofeos, escudos… Los camareros eran, como el bar, también clásicos. El más joven no bajaba de los cincuenta, portando todos ellos una inmaculada y distintiva corbata, lo que da idea de la clase de este, uno de los bares con más aplomo de los que fueron visitados.
Tras una serie de fotos y una pinta por barba, el grupo se hallaba en disposición de salir a la calle con el ánimo, imperturbable, de afrontar su siguiente reto. La lluvia, como bien previó el grupo, había cesado y pudieron realizar la ya mentada foto de rigor de la fachada y que aquí pueden ver.
La tarde bebedora iba viento en popa. Con el gaznate calentito y el paso firme salimos del Doheny para encontramos con el anticiclón-por-los-cojones dublinés. Entramos en un bar anocheciendo y sin lluvia, y salimos de él de noche y lloviendo. En fin, es Irlanda, pensamos los borrachazos de primera. Y raudos y veloces nos dispusimos a volver a Grafton Street donde nos esperaba el tercer clásico: el Mc Daids. Situado en un edificio de 1873, que ha tenido en el pasado otros dos usos muy relacionados entre sí: empezó siendo la morgue de Dublín, y después lo transformaron en capilla.
Local de altísimas paredes y altísima cantidad de gente. Pintas caras, se nota que compartíamos bebida con trabajadores dublineses de multinacionales, bancos y oficios así con oficinas en el centro. Una anécdota curiosa es que varios bebedores de cuyo nombre no quiero acordarme sucumbieron y pidieron cerveza rubia (recordemos que ya era la cuarta pinta de la tarde). Pues fue gracioso cuando un dicharachero paisano, al que le pedimos que nos fotografiase, nos miró con condescendencia y nos ofreció su pinta de Guiness para que saliésemos en la foto con el auténtico oro negro irlandés. La pena es que el tipo sabría de cervezas (lo lleva en los genes; no tiene mérito), pero no mucho de fotografía, por lo que la que realmente ven es una posterior con las primigenias birras.
Terminada la pinta, nos pusimos el abrigo y a la calle. Frio. Trago de whisky. Calor. Porque, claro, un viaje por Irlanda sin meterse en una tienda de licores y comprarse unas botellitas parecería insensato. Bueno, eso, y que el saber hacer y amabilidad innata de los irlandeses terminó por convencernos. Quizás también ayudaran los 3 chupitos a los que nos invitó a cada uno.
El siguiente pub tenía fama de bonito, y no decepcionó. Ya era tarde y la clientela había cambiado. De la gente que se toma una pinta después del trabajo pasamos a la gente que sale a tomar algo un viernes por la noche. Recuerdo observar que los pubs que visitábamos estaban especialmente llenos. Más que los de alrededor. Eso era buena señal, desde luego, pero a las horas que llegamos al Stag’s Head nos encontramos un pub petado hasta la bandera.
El sitio es grande y estuvimos sus buenos 20 minutos recorriéndolo entero buscando lugar para sentarnos. El garito tiene dos plantas, aunque la de arriba es realmente otro pub hábilmente conectado con el Stag. En resumen, nos tomamos una rica Guiness en un pub victoriano construido en 1770 y remodelado en 1895. Las vidrieras eran la mar de bonitas. Era inevitable sentir que estabas en la verdadera noche dublinesa. Jovenes, viejos, altos, bajos, gordos, flacos, feos, muy feos, y sobre todo, gente capaz de aguantar la cerveza hasta límites insospechados… como aquel que se recorrió el local una buena decena de veces con su cerveza en la mano. Era curioso comprobar cómo rara vez que le veíamos, llevaba la misma de antes.
Sólo me queda resaltar que finalmente encontramos sitio para sentarnos, y desde nuestra privilegiada mesita observamos y participamos en el devenir de la noche dublinesa. Quinta cerveza.
Se habían superado ya las 22:00 horas del viernes 12 de noviembre y las mentes y los cuerpos de los bebedores Barra, Espáriz, Pascual y Ortigoza comenzaban a mostrar ciertas muestras de fatiga.
Guiados por una decisión tomada con anterioridad, mitad cabal mitad azarosamente, arrastramos nuestros cansados y beodos esqueletos al magnífico y veterano Long Stone, que para más señas fue fundado en 1754.
El Long Stone destaca a la vista de cualquier visitante por su bella fachada roja de vidriera inglesa encuadrada en un sólido edificio de ladrillo y coronada por un magnífico reloj de hierro que promociona la inigualable cerveza Guinness. Una vez en el interior nos encontramos un pub amplio, de techos altos, profuso en decoración sin alcanzar el barroquismo y con la clara vocación de transmitir al visitante un aroma mítico y hasta esotérico. Prueba de esto último es la chimenea que encontramos en una de las salas del local. Se trata del rostro de un venerable anciano tallado en madera policromada y que reproduce el aspecto propio de esos personajes que se describen en las leyendas celtas y vikingas. Una verdadera curiosidad cuya originalidad no pasó inadvertida a nuestras alcoholizadas pupilas.
En el interior encontramos mesas bajas y predominio de los colores crudos en la madera y en la pintura de las paredes que otorgan a The Long Stone el espíritu de un pub muy recomendable para reuniones de amigos por lo desenfadado de su atmósfera y por la posibilidad de juntar varias mesas en la medida de las necesidades de la reunión.En nuestro caso, usamos una sencilla mesa en la que cómodamente nos instalamos y degustamos una pinta por cabeza. Guinness para Barra, Pascual y Espáriz y una rubia para el otro cerdícola. Disfrutamos de una conversación excelente en la que no faltó un brindis a la salud de los nobles bebedores ausentes, caso del gran Del Rosal, el maestro Rodríguez, o el Papo, recientemente desaparecido tras haber sido llamado a las filas del amor.
Eran cerca de las 23:00 horas de un maravilloso 12 de noviembre y la visita a The Long Stone había tocado a su fin dejando un agradabilísimo sabor de boca y ofreciendo un brillante preámbulo al epílogo de la primera jornada bebedora en tierras dublinesas.
Las fuerzas de flaqueza por definición, permiten un último esfuerzo. Y por supuesto, no era momento de dejar de usarlas. Por eso, en ese primer día intenso de llegada a la bella Dublín, nos acercamos al James Toner. O Toner´s a secas, como también lo conocen. Situado en la calle Baggot en la esquina con Roger’s Lane, Toner’s nos ofrece un local de sobria fachada color berenjena, interior funcional, mesas altas y amplias acompañadas por taburetes a la medida, paredes adecuadamente adornadas por espejos y estanterías decoradas con elementos que atestiguan que el pub abrió sus puertas por primera vez allá en el año 1818. Toner’s es un pub al que apetecería ir a tomar una pinta después de un largo día de trabajo o en el que uno querría departir con los habituales del lugar sobre la actualidad o la vida cotidiana.
Era viernes, casi media noche. La clientela que nos encontrábamos en el pub era de lo más variopinta. En la barra se podían distinguir dos señores típicamente irlandeses departiendo serenamente mientras apuraban dos Guinness. Al mismo tiempo, y justo delante de donde nosotros decidimos ubicarnos, dos señoras o señoritas bien adentradas en la treintena no hacían ningún esfuerzo en ocultar su simpatía hacia esos exóticos bebedores que se habían sentado en la mesa a continuación de la suya. Otras personas de diversas edades se distribuían por el local otorgando a la noche un ambiente animado pero sereno.
El cansancio nos había conquistando, los ojos del señor Barra estaban inyectados en sangre, como sólo él sabe hacer en momentos de máxima fatiga, de manera que los cuatro barones de la birra decidimos dar el cierre a la noche tomando una última rubia, con la excepción del señor Barra que prefirió degustar un estimulante whisky, por supuesto irlandés. Inmortalizamos el instante solicitando amablemente a nuestras vecinas de mesa que nos hicieran unas fotos. Instantaneas en las que una de estas entusiastas dublinesas no dudó en tomar parte.
La mañana del sábado comenzó con los fastuosos bebedores en pie a las 8 y pico de la mañana. La loa hacia los cuatro estajanovistas trabajadores debería ser continuamente mencionada en cualquier manual del buen empleado. Pese a una noche movida (no por la resaca —inexistente—, sino por los deliciosos ronroneos —o whiskeos— expelidos por nuestros fatigados cuerpos) decidimos que lo sano por la mañana es pasear por la especialísima Grafton Street en busca de un cafecito gayer, un chocolatito más gayer y unas Muffin o similar. Y es que había que coger fuerzas. Tocaba llegar al agujero del culo del mundo. O algo así: The hole in the wall. La realidad es que estuvimos cerca de 90 minutos hasta poder llegar. Calculen fácilmente 5-6 kilómetros de distancia. El pub arrastra (y arrostra) una curiosidad sobre todo: los soldados británicos bebían pintas gracias a un agujero que había en la pared, por el que se las sacaban al no poder entrar dentro del local ataviados con el uniforme militar.
El pub es absolutamente impresionante. Una conjunción de locales anexos de ancho idéntico, pero que conforman una planta de cien metros de largo. ¡Cien metros! Es que se dice pronto. Y cada uno de los esos locales es una especie de pub en sí mismo. Decorados hasta detalles inimaginables, mesas que deberían estar en un museo, una especie de tienda de licores en otro, barras en cada uno de ellos, pequeñas chimeneas que alimentan con troncos adecuados… es un pub familiar, pero que pretende englobar a todas las generaciones posibles. Una oda a la intimidad grandilocuente. Un oxímoron maravilloso que nos permitió gritar a los cuatro vientos que habíamos hecho parada y fonda en el pub más largo del mundo.
Había merecido la pena la paliza hasta llegar allí. Es de esos lugares que no se olvidan jamás. El amable camarero nos advirtió de que no nos darían de pinchar algo (la idea de desayunar cerdamente se diluyó rápido) un ratillo después, por lo que esperamos, periódicos en mesa y pintas en gaznate como auténticos autóctonos. Poco a poco la gente fue llegando y ocupando la mitad del pub que estaba abierta (unos cuatro apartados, por así llamarlos), porque los otros cincuenta metros de pub estaban cerrados. Al cabo de una horita decidimos volver sobre nuestros pasos para comer en el siguiente destino. Además, el Manchester estaba jugando con el Villa y eso había que verlo convenientemente.
Desde luego, antes de morir, los bebedores esperamos regresar a Dublin y aunque haya que volver a pegarse la paliza a andar, recorrerse la ciudad de punta a punta, bordear un ingente parque con su particular zoo o perderse entre los árboles caducos de las calles periféricas, allá que volveremos.
La comida estaba pensada para el Nancy’s Hand. Que además de su interior victoriano con su especial decoración de época y sus cristaleras repletas de botellas y objetos recurrentes, tiene una fachada con una especie de relieve precioso que simboliza la historia del local. La tal Nancy que ofrece su mano a un caballero o algo así…
Tiene una grandeza muy llamativa este local, situado, por cierto, en una calle (Parkgate Street) en la que también se pueden observar más establecimientos de los que tanto apreciamos. Una zona enorme en la barra donde poder tomarte tu café, otro espacio con mesas grandes para sentarse y disfrutar de cerveza y comida y arriba un lugar más tipo restaurante. Seríamos injustos si dijésemos que las hamburguesas que nos metimos para el cuerpo no eran una exquisitez absoluta. El Ferlein también disfrutó de su plato de arroz con curry. Lo único desagradable fue la camarera, displicente y bastante «carapalo» (grandes anécdotas, por cierto, las que en cada pub recordábamos). Se veía que el esfuerzo había hecho mella en algún que otro bebedor, porque el Sr. Barra se pimpló su cervezorra en menos que canta un gallo. Luego hubo que esperarle mientras finiquitaba la segunda. Este pub fue perfecto para hacer un alto en el camino y pensar en la enorme tarde que aún teníamos por delante.
Y es que a esa hora ya habíamos recorrido varios de los puntos míticos del recorrido. Pero quedaba más. Mucho más.
¿Qué sería un paseo turístico por Dublín sin realizar la visita a la fábrica de Guinness? Yendo un poco más allá, ¿qué sería una visita a la fábrica de Guinness sin degustar la pinta a la que tienes derecho al comprar la entrada y haberte dado una vuelta por el museo? Pues, evidentemente, poca cosa. Tan poca cosa que desde el principio, The Gravity, el pub situado en la azotea de la fábrica y desde el que se tienen unas espectaculares vistas de todo Dublín, era una cita ineludible en este periplo cervecil.
Tras el paseo por la exposición, en la que se detalla —a veces en exceso— el proceso de fabricación del ansiado negro brebaje, se sube al «techo» del edificio y se ordena la muy merecida pinta. The Gravity, como era de esperar por la hora y el día, sábado por la tarde, estaba lleno, atestado de gente. Y no es de extrañar, pues aún no ha nacido el que no se trague el museo y no dedique el tiempo que sea necesario para degustar la que, como en principio podría pensarse, es la pinta más sabrosa de todo el universo. Por supuesto, utilizamos toda nuestra habilidad innata (llamémosle así) para pasar con entradas de Student Over 18 y ahorrarnos un dinerillo de cara a posteriores pintas. Los carnets que lo demostraron fueron los creíbles carnet del Madrid, otro del club Vips, una tarjeta de CajaMadrid y, hete ahí, ¡un carnet de estudiante de verdad del Ferlein! Lo mejor fue la seriedad con que se produjo todo el proceso, que en ningún momento dio oportunidad a la sonriente funcionaria (casi podíamos llamarla así) a que sospechara.
Este pub, aunque ineludible, no es un pub al uso. Cualquiera que haya estado allí puede atestiguarlo. Tiene forma circular, apenas dispone de decoración tradicional y unos enormes ventanales hacen las veces de pared desde la que se tiene la ya citada vista de la ciudad. Debido a la cantidad tan brutal de gente, el intento de disfrutar de la panorámica se hacía del todo inútil, por lo que estos cuatro «estudiantes mayores de dieciocho años» decidieron bajar al piso inmediatamente inferior, en el que pudieron disponer de, al menos, un sitio en el que colocar las posaderas y poder mantener, así, una de esas magníficas conversaciones que tantas veces se produjeron durante el viaje.
Acabada la pinta, ante la imposibilidad de tomar más y ante la vista de que el trabajo a realizar seguía siendo importante, el grupo abandonó las instalaciones de la firma irlandesa de cervezas y puso rumbo al siguiente pub: The Brazen Head.
El pub más antiguo de todo Dublín —y puede que de toda Irlanda, aunque sea este tema de dura controversia entre los habitantes de la isla esmeralda— no podía dejar de ser visitado por el grupo de Bebedores Magazine. Hay sitios, bares incluidos, a los que no pasaría nada si uno no rindiese cumplida visita. Está claro que un bar más o un bar menos no habría modificado ni el espíritu ni el posterior éxito del viaje. Sin embargo, no haberse pasado y, por lo tanto, no haberse tomado una pinta en The Brazen Head habría sido un sacrilegio muy difícilmente subsanable. Puede que incluso imposible.
Por eso, en cuanto el bebedor Vicente Rojo lo vio en el libro (Historics pubs of Dublin), el pub en cuestión se convirtió en un imprescindible del que sólo se dudaba cómo y cuándo sería disfrutado. Tras la visita al moderno The Gravity, el más tradicional The Brazen Head se abría ante nosotros con todo lo que de folclórico y legendario puede tener un bar que abrió sus puertas por primera vez en 1198.
El pub se divide en varias salas. Parece, como muchos otros bares dublineses, que los diferentes dueños han ido adquiriendo los locales adyacentes, aumentando así el tamaño del local original. Destaca el patio exterior, junto al muy medieval arco de entrada, en el que, durante los días de verano, se agolpan los habitantes de la capital irlandesa, al igual que los turistas, para disfrutar de una pinta fuera de las cuatro paredes a las que están destinados durante los once meses y veinticinco días restantes.
El grupo de bebedores disfrutó de una magnífica pinta —excepto don Vicente, que se metió para el cuerpo un vaso de Paddy; que también disfrutó— en una larga mesa con bancos corridos y en la que, debido a sus dimensiones, se sentaron también los miembros de la delegación de la mafia rusa destacados en Dublín. Viendo las caras de los tipos, a los que AsstoMouth calificó acertadamente como de “cerdos, pero cerdos de verdad”, la camarilla decidió abandonar The Brazen Head y encaminar sus pasos hacia el único bar que no venía en la guía, pero que ya había sido visitado anteriormente por el 75% del grupo de los bebedores desplazados a la ciudad: The Cobblestone.
Forastero. Si usted visita Dublín no se pierda este pub. Es casi perfecto. No creo que sea antiguo, ni falta que le hace. Está en un barrio rarísimo de edificios modernos y al lado de un centro comercial. Abre tarde. Pero aun así, es serio candidato al mejor pub de Dublín. ¿Por qué? Amigos, le sobra carácter. Tamaño perfecto, alargado con una salita al principio y otra al final. En la del principio, con sus correspondientes sillones, suele haber conciertos de música celta. Al menos, las 2 veces que lo hemos visitado la había. En la del final, tranquilidad, mesas, charla. El pub tiene ese rollo internacionalista que mezcla el agua con el aceite. Croacia con Cataluña. Euskadi con Palestina. En fin, a mi me gusta, pero contad con banderitas, parafernalia antisistema y cosas así. El público, barbudos, hippies, progres… no creo que haya turistas. Perfecto. Nosotros llegamos maltrechos pero contentos después de patearnos medio Dublín, pero para nosotros el Cobblestone siempre será una parada obligada.
Habría que señalar al menos 2 cosas más: cuando llegamos había una de esas actuaciones en directo tan típicamente irlandesa. Más de un cerdo se quedó prendado de la la manera de tocar la flauta de la señorita. Y por otro lado, creo que como nota curiosísima del viaje, ¡¡nos volvimos a encontrar a los dos mafiosos (cerdos de verdad) y sus dos zorritas borrachas de Odesa en el pub!! ¿Nos estarían siguiendo? Es que parece de película. Entre The Brazen Head y The Cobblestone hay una distancia considerable y no hay aparentemente nada que los una (salvo la ruta que nosotros veníamos desarrollando), por lo que el misterio ahí quedará. La realidad es que hubo un instante en que pensamos que los del Este estaban buscando carne fresca y habían pensado en el Míkel.
Después de un día lleno de pintas, con muchos kilómetros en nuestros pies y diversión sin descanso llegaba la hora del Temple Bar. Ese singular barrio de Dublín en el que se puede encontrar un pub prácticamente a cada paso del visitante. El Temple Bar es un lugar, por definición, lleno de vida pero si a esto le sumamos que era sábado por la noche nos encontramos ante una verdadera revolución demográfica teniendo lugar en las calles de tan singular vecindario.
Y decidimos empezar por un pub típico. Es imposible desligar la experiencia de los bebedores viajeros de la naturaleza del momento en el cuál se visitan los pubs. The Oliver St. John Gogarty recibió nuestra visita en el apogeo de un sábado por la noche y esto es sinónimo de un local totalmente atestado de público deseoso de beber y de pasarlo bien. Los cuatro protagonistas de la expedición nos adentramos en el local con el ánimo de pedir lo antes posible que nos sirvieran nuestra anhelada Guinness para a continuación proceder a buscar un sitio en el cuál poder dejar nuestros abrigos e intentar disfrutar del ambiente festivo de la noche. La música sonaba alta, la gente gritaba y cantaba y durante cerca de media hora disfrutamos de una sucesión de temas musicales muy de nuestro agrado, con canciones míticas como Pretty Woman de Roy Orbison o American Pie en la versión original de Don McLean.
No fue posible observar con el detenimiento que solemos la decoración del pub, ni los detalles de la barra, ni siquiera el tamaño de las mesas. Era sábado por la noche, la música sonaba, los ánimos de la concurrencia estaban exaltados y las señoritas irlandesas iban ataviadas con sus escasamente apropiadas vestimentas para un 13 de noviembre.
Tras un desafortunado incidente provocado por la impericia de uno de los camareros, que provocó que la pinta de Pascual se vertiera sobre nuestros abrigos, decidimos cambiar de local y seguir la fiesta en el siguiente pub. Realmente el ambiente era, ese sábado por la noche, impresionante.
El cansancio había hecho mella en al menos el 50 % de la comitiva madrileña en tierras irlandesas, de manera que Farrington´s llevaba todas las papeletas de ser la última de las elecciones de la noche. No fue fácil de encontrar, de hecho, no era un nombre que de antemano tuviéramos señalado en nuestro particular libro de ruta, pero ocurre que los pubs irlandeses, a pesar de ser muy tradicionales y de guardar en muchos casos gran parte de su arraigo histórico, también son presa de los cambios de titularidad mercantil y por tanto cambian de nombre.
Farrington’s toma prestado su nombre de un personaje de la mundialmente conocida Dublineses de James Joyce. Si bien este pub era anteriormente conocido como The Norseman. Sea como fuere, estamos ante un pub al que contemplan 120 años de historia.
Farrington’s puede presumir de una preciosa e iluminadísima fachada roja acristalada que le confiere un aspecto pleno de sabor irlandés, que se ve aún más realzado al ocupar una de las más vistosas esquinas del Temple Bar.
Nos adentramos en el recientemente rebautizado local tras constatar a través de sus amplísimas vidrieras que estábamos ante otro pub del Temple Bar abarrotado el sábado por la noche. La cuestión es que estaba especialmente repleto de público porque aquella noche estaba teniendo lugar una actuación de música en directo y este es uno de los distintivos, que más me seducen de Dublín. La abundancia y alta calidad de la música que se puede disfrutar en directo en los pubs. Pedimos nuestras pintas con toda la celeridad que pudimos y acertamos a situarnos en una mesa que cordialmente compartíamos con otros clientes. Desde nuestra ubicación resultaba del todo imposible divisar a los músicos, pero sí que podíamos disfrutar de la calidad del sonido de atinadas versiones acústicas de temas de U2, Bruce Springsteen, Robin Williams y de un grupo Folk inglés muy de mi agrado llamado Munford and Sons.
Disfrutamos de la cerveza, disfrutamos de la música, disfrutamos del ambiente y de la conversación, pero era más de media noche y uno de los cofrades tenía ya los ojos inyectados en sangre. Tras un democrático sufragio se decidió que era el momento de buscar el descanso del guerrero…Al menos para algunos de los que allí nos hallábamos.
En unos escasos diez minutos recorrimos la distancia que separaba el Temple Bar de nuestro fantástico alojamiento sabiamente sugerido por Espáriz meses atrás. Una vez en el albergue y tras haber zanjado algunos asuntos pendientes con nuestros maltratados cuerpos, los cuatro socios de esta peculiar empresa emitimos nuestro particular punto de vista en relación a lo que había que hacer a partir de ese preciso instante. Espáriz y Ortigoza defendieron la idea de salir una vez más a la calle y tomar la última pinta de la noche en alguno de los pubs que se encontraban en las inmediaciones del hostal. El señor Barra (Maricón) y Pascual (Tontico) abogaban por asegurar un número de horas de descanso razonables para continuar al día siguiente aún con más fuerza. Como era de prever, esta diferencia de pareceres derivó en la temporal e inevitable ruptura del grupo y con los bebedores Espáriz y Ortigoza de nuevo en las calles dispuestos a apurar el último sorbo de la noche dublinesa (pero sin cámara).
The Portobello ocupa toda una amplia esquina de un moderno edificio de la zona universitaria de Dublín. La fachada es de color verde intenso, las vidrieras son amplias y ante todo, Portobello es un pub muy grande que cuenta con dos zonas claramente diferenciadas. Por un lado, una zona típicamente de pub, con mesas pequeñas adecuadas para la conversación, amplia barra y música a un volumen que permite la conversación. En la otra punta nos encontramos una espaciosa sala de baile al más puro estilo Tony Manero donde varias mujeres, de todas las edades, esperaban sentadas alrededor de pista de baile que «apuestos galanes» las sacaran a bailar las piezas que el discjockey eligiera pinchar a lo largo de la noche. Bien es cierto, que las más osadas ocupaban el centro de la pista y derrochaban entusiasmo al ritmo de la música.
Los dos bebedores decidimos pedir una pinta y nos sentamos en una de las mesas próximas a la barra. En esta ubicación degustamos nuestra Guinness (la octava del día) a la par que disfrutábamos de una interesante conversación que versaba sobre lo divino y lo humano… sobre todo de lo humano. Lo estábamos pasando bien, así que nos animamos a echar un vistazo en la zona de la pista de baile y finalmente optamos por pedir una Guinness más (la novena) y entregarnos al ritmo de canciones de Gloria Gaynor, Los Jackson Five, Aretha Franklin o Billy Ocean, alternando con temas ochentenos y hasta rockeros que inevitablemente animaban a los que allí nos encontrábamos.
La noche se llenó de infinidad de hilarantes anécdotas, conversaciones absurdas con preancianas ebrias, risas infinitas al observar las tácticas de seducción de alguno de nuestros congéneres y sobre todo, mucha diversión que puso el broche de oro a un fin de semana sublime que espero no sea irrepetible.
El domingo tocaba despedirnos de esta inolvidable locura. Teníamos pensado hacer dos nuevos pubs antes de irn0s, pero parece que las típicas mañanas desayunando en un pub como The Parnell Mooney o The Celt son quimeras novelescas. No hubo manera. Chapado & Chapado. Una pena. Lo que sí logramos es completar la segunda parte de la ecuación. El resultado no es tan perfecto, pero lo importante era al menos disfrutar un poco de bacon, beans, salchichas, huevos revueltos y demás grasientos elementos.
Antes de partir, tocaba cerrar el libro con una última pinta. The Failte era un pub (menos impresionante que The Gate Clock, que está en llegadas) lo suficientemente adecuado para tomar la última pinta de Guinness, previa carrera de Fernando Alonso. No fue el mejor sitio, ni siquiera el más barato o en el que mejor sirvieran las pintas. Típico bar sencillo, con barra en el centro y unas mesas. Muy simple. Pero una vez leí que los epílogos te invitan a coger otro libro y disfrutar del prólogo. Algo así debemos pensar de este lugar. Es sólo la excusa para proseguir con futuras aventuras.
El broche de este viaje, especial donde los haya, por lo extraño, por lo mágico, por lo irreal, por lo frívolo, por lo auténtico o por cualquier otra razón que se les ocurra no lo podía poner otro que no fuera el inigualable George Best: «Nunca salía por la mañana con la intención de emborracharme. Sólo sucedía».
Los miembros de Bebedores Magazine no vinimos al mundo para ser recordados por hacer diferente lo que, para todos, es igual. Eso sólo lo hacen los genios.
Los que somos gente normal, de esa estirpe a veces infravalorada, pero necesariamente troncal en la sociedad tan variopinta que nos rodea, vinimos para vivir y saber encontrar la felicidad donde otros sólo ven un bar, una conversación o una cerveza.
Quizás me equivoco. Quizás sí seamos genios.
De esos que llaman locos. Pero felices.
God Save Ireland.
La gentuza opina